Las calles y avenidas de la Ciudad de Buenos Aires se presentan como pequeños canales de peligrosa y acelerada corriente, cuyas orillas, apenas distanciadas por unos metros, pueden convertir a un simple cruce en una travesía donde la prudencia es un concepto inexistente y olvidado.
Innegable es la falta total de responsabilidad del argentino en general al momento de conducir su propio vehículo o de caminar las veredas que bordean una importante avenida, aunque en Capital Federal, la peligrosidad ya no es solamente patrimonio de las más importantes arterias que comunican los barrios, que tampoco discriminan a esta altura la “tranquilidad” de unas calles y la “densidad” de otras.
El peatón imprudente existe en todos los rincones. El modo de vida acelerado generó el maldito acostumbramiento de tener que correr – o en el mejor de los casos trotar – para alcanzar el otro extremo, como si la sencilla pérdida de 5 o 10 segundos implicase desperdiciar horas que podrían aprovecharse en cuestiones mas importantes que la misma salud física. El “ahorro inútil”.
Nadie dice que siempre hay que esperar pacíficamente al corte del semáforo. Hay situaciones en las cuales tranquilamente puede pasarse, previa observación minuciosa para asegurarse que ningún automóvil se acerca. Todo se basa en la prudencia.
Resulta totalmente innecesario detallar estadísticas y derrochar espacio en números, cuando las evidencias están a la vista de cualquier persona.
El “movimiento en masa” es visible en muchas esquinas del centro de la ciudad. Un individuo cruza sobre el asfalto confiándose que llegará al otro lado tranquilamente mientras “a lo lejos” se acercan autos y/o colectivos. Como animales detrás de su cuidador, en estampida, varias personas lo siguen valientemente, sin darse cuenta que los vehículos que aparecían en el horizonte deben disminuir la velocidad o tocar bocina para hacerlos correr como ganado porque intentan pasar en el momento en que tienen permitido pasar.
¿Hace falta llegar a eso? ¿Qué pasaría si, en un caso extremo e indeseable, alguien se resbalase o se le cayera algo? Mejor ni pensar en las predecibles consecuencias.
La gente no aprende que al pisar el asfalto se invade territorio que es exclusivo de los vehículos. Es muy riesgoso pero demasiado común el aguardar la llegada de un colectivo a 2,3 metros de la vereda, sin siquiera pensar que el medio de transporte por excelencia es un armatoste grande y pesado, y difícil de maniobrar – más allá que quienes lo manejan están especializados en el mismo. O deberían estarlo.
Ese error también sucede cuando el peatón, ansioso, quiere cruzar apenas corte el semáforo, olvidando que hay veces que la mala suerte nos destina un muy mal conductor que, o bien acelera para evitar el rojo, o frena en medio de la senda.
¿Los policías? Dibujados. No se aplican multas, sanciones ni aprensiones. Solamente cuando se encienden las cámaras y se abren los micrófonos.
Una de las más tristes caras del individuo en situación de peatón radica en su carencia de solidaridad y protección del otro. La velocidad que se respira también relega a aquellas personas que lamentablemente no tiene facilidad de movilidad, sea por estar en silla de ruedas, con bastón o ciegos.
Borrados del mapa para los encargados de la infraestructura de la vía pública, suprimidos por la sociedad. Tan triste como real. El desinterés esta a la orden del día.
Naturalmente, la base de todos los problemas y al mismo tiempo de todas las soluciones es la educación.
El aprendizaje desde chiquitos es fundamental para entender porque el argentino, y el porteño en particular, no posee la mínima capacidad de razonar por un instante cuando esta bien cruzar con el semáforo en rojo, y cuando no debe arriesgarse en poner en peligro su vida y la de los demás.
Lamentablemente, las notorias y profundas deficiencias que ostenta el ámbito educativo en cualquier sentido que se analice, impiden soñar con bases reales en una enseñanza vial completa y eficiente, que imparta la idea del respeto y la no subestimación a las rutinarias circunstancias que se repiten en las calles.
Y si encima la ley ni las normas de convivencia no se estimulan en su aplicación, o se imparten con severidad, entonces hay que continuar la vida creyendo que un día podemos esquivar a la fatalidad, o creernos corredores al volante y ángeles protegidos en las calles, que nunca generarán o protagonizarán un accidente.
Se debe practicar la “cultura de la prudencia y la responsabilidad, para uno mismo y hacia los demás”.
Con un poco de cabeza, sin que nadie deje de lado los pensamientos acerca del estudio, el trabajo y la vida en general, se podría lograr un serio avance y convertir a Buenos Aires, y al resto del país, en un lugar más seguro.
Pero sin voluntad concensuada y paciencia en el tiempo, muy difícil será de lograr. Esta en las autoridades, y en nosotros como sociedad, dar el puntapié inicial.