Tormenta de bocinas nos
despabilan a la fuerza a quienes, durante una típica mañana de trabajo en la
Ciudad de Buenos Aires, nos trasladamos en el colectivo a cumplir nuestras
obligaciones horarias. Las cabezas comienzan a girar para tratar de hallar la
razón del parate en el tránsito, mientras el río de automóviles crece en caudal
y el avance es apenas un poco más veloz que el andar de una tortuga.
¿Qué pasó? La respuesta aparece
ante la vista: Una persona sobre el asfalto recibe la atención de agentes de la
policía metropolitana, cuya patrulla bloquea parte del estrecho camino, a fin
de proteger al transeúnte que aguarda a llegada de la ambulancia. Un auto
particular detenido unos pocos metros más allá completa la imagen. Un accidente
vial.
La bifurcación de Federico
Lacroze y la
Avenida Corrientes , justo en frente de la terminal de Trenes
Urquiza, es un caos. La gran cantidad de vehículos y colectivos atesta el paso,
y las bocinas ya pierden sentido. Finalmente, con un poco de paciencia, el
colectivo logra escapar de la congestión vehicular.
De manera instantánea, mi mente
comienza a procesar, y una serie de preguntas, ya clásicas, invaden como un
torbellino mi cabeza, para esfumarse sin muchas más respuestas que la sensación de indignación mezclada con la
resignación, apenas interrumpido por un leve rayo de esperanza que cree que,
todavía, podemos cambiar.
¿Por qué nos lamentamos, quejamos
y molestamos ante la gran cantidad de accidentes que los medios nos exhiben día
a día, y cada vez nos manejamos peor? ¿Acaso seremos mucho más masoquistas de
lo que siempre pensé?
Esta introducción, detallada como
si se tratase de un cuento, me ayudó a digerir lo que, en definitiva, es un
típico escenario porteño: La ausencia total de precaución, el accidente y las
consecuencias para el perjudicado, el/los otro/s protagonista/s, y quienes
constituimos al entorno callejero.
¿Por qué nos cuesta tanto
entender que en la vía pública hay que tener orden y respeto? No me interesa
particularmente escuchar el gastado argumento que dice que, “en todos lados,
hay un H.D.P. o irrespetuosos y desconsiderados”. ¡Los hay! Obviamente que los
hay. Pero se puede lograr que sean “los menos” si nos comprometemos a
respetarnos en las calles que transitamos todos los días.
Pero no. Parece que, realmente,
no hay voluntad.
Cruzamos corriendo con el
semáforo abierto para los autos, seguimos a la masa “que se manda” sin importar
la aproximación peligrosa de un auto, o peor, un colectivo o camión. Bajamos
del cordón, nos alejamos metro, metro y medio y no importa si es una esquina
donde cualquier auto, en cualquier momento, girará hasta casi rozarnos en ese
breve proceso.
¿Hacen falta más semáforos? Si,
obviamente que si.
¿Hacen falta delimitar
correctamente las sendas peatonales? ¡Claro que sí! Cientos de bocacalles no
cuentan con las marcas que, de todos modos, muchos vehículos desconocen de
manera alevosa, hasta casi asquerosa.
¿Hacen falta agentes de seguridad
eficientes, veloces, atentos y firmes? Si. Es casi imposible ver como cualquier
policía – sin importar de que fuerza sea – llame la atención o, peor aún, marque
multa por pararse en la senda peatonal. ¡Es un delirio a esta altura que yo
piense que eso pueda llegar a verse!
Ese accidente – cuyo final
naturalmente desconozco – es solo un ejemplo más.
Esta especie de “descargo o
desahogo” no incluye comentar problemáticas que también nos aquejan y que son
parte de nuestro entorno actual, como lo pueden ser la basura por doquier a
toda hora, el tránsito asfixiante y la tensión que ello provoca o la
infraestructura callejera deficiente. No, esas cuestiones, en esta ocasión,
quedan relegadas.
Simplemente aspiro a distinguir
un poco de respeto a las normas básicas de convivencia.
¡No soy hipócrita! Todos hemos
cruzado con semáforo rojo, en el medio de la calle o avenida, o apurado el paso
sin urgencia real que valga tanto la pena como para arriesgar la vida.
Pero si no comenzamos a cambiar
la actitud desde nosotros, los ciudadanos comunes, los vecinos de todos los
días, entonces mejor no soñar más despiertos, y resignar.
¿Esa es la actitud que debemos
optar?
NO.
Podemos ser mejores como
ciudadanos. Pero así como les pedimos – y con justa razón – a nuestras
autoridades un poco de voluntad política en tantos y tantos aspectos
deficientes de nuestra cultura política, también tenemos que mostrar voluntad
para irradiar vicios que nos matan un poquito cada día. El granito de arena lo
podemos aportar TODOS. Y enseñar con el ejemplo a nuestros hermanos, hijos,
amigos, padres, y quien sea.
Nunca es tarde, ¿no es así?
Pero más vale algún día empezar.